TELEVISIÓN VS MEJENGAS

09 abril 2017
Fotografía cortesía de Wilma Maroto. Poeta y profesor del Bachillerato en literatura del Conservatorio Castella (San José de Costa Rica). Ganó el Premio Latinoamericano EDUCA 1985 con su libro Retrato en familia. También ha publicado los poemarios La huellas del desencanto (1982), Asabis (1993), Madre nuestra fértil tierra (1997, coautoría con Freddy Jones) y Bitácora del Libro (Ediciones Perro Azul/ ICI, 2000). Ha compilado numerosas antologías de poesía latinoamericana y en dos ocasiones ha sido el productor del Encuentro Latinoamericano de Poesía del Festival de las Artes en Costa Rica.
 *Por Osvaldo Sauma

Texto para la presentación del libro "La infancia es una película de culto", del escritor hondureño-tico Dennis Ávila.

Este es un libro que sorprende, no sólo por su acertada unidad temática ni por la depuración o precisión en ese lenguaje heredado de los grandes poetas de Honduras, que hicieron del exteriorismo un canto contenido y esencial, lo que le dio a la poesía hondureña el sello tan singular que hoy ostenta.

Gracias a este libro del poeta Dennis Ávila, La infancia es una película de culto, podemos afirmar que ese logro continúa fiel a su tradición, en manos de este joven poeta que retrata los pormenores de la infancia, con el ojo del niño que todavía lleva dentro.

Dividido en cinco estadios, entrelazados en un mismo cuerpo, el poeta nos lleva de la mano para que no perdamos ni un detalle de su nostalgia. Claro que ésta es una nostalgia casi alegre, no la que deviene de su origen griego, que la define, como regreso al dolor.

Es, más bien, la añoranza de lo que se perdió pero sigue vivo en la memoria: un recuento de la niñez y de la transición hacia la primera muerte, quizá la más dolorosa, por ser la del estado más lúcido del hombre. Vendrán otras muertes, la de la juventud y de la madurez. Pero eso ya es otra cosa.

No sé si a este joven bardo se le hizo, como a mí, pesado el tránsito de lo rural a lo urbano, por ejemplo en mi caso me devastó la llegada de la televisión; acabó con la radio, con las escuchas de Los Tres Villalobos y de Raflex, el ladrón de las manos de seda, también acabó con las mejengas de la tarde mientras nos idiotizábamos viendo muñequitos de un granjero barbudo y un macho cabrío, siempre ambos de mal humor, de mal humor y compitiendo uno contra el otro y viceversa.

Y es precisamente en eso, donde radica lo sorprendente de este libro. Pues no importa la distancia generacional que nos separa, ni todos los avances tecnológicos, ni los héroes de la tv en los ochenta. Este joven, amó en su infancia los trompos, jugó a las canicas, tenía las palabras precisas para ahorcar al vecino o recogía como yo, en un San Pedro rural: con rastro, carretas, cafetales, una iglesia, una plaza de fútbol, una cantina y un sólo barbero, Juanico, al que todos los del barrio íbamos; para luego recoger las chapas de las cervezas y de los refrescos, y hacer con ellas nuestros juguetes más preciados.

¿A qué obedecen estas coincidencias? Estamos de acuerdo que veinte años no son nada pero cuarenta son un montón. ¿Entonces cómo entender que el tiempo se puso en pausa, para unirnos a pesar de la distancia abismal, en una infancia común, y que impuso un pasado ancestral sobre los juguetes nuevos y las trampas de la televisión?

Deduzco que haber crecido en una área rural en los ochenta, en tierras de Morazán, se equipara con haber crecido en San Pedro de Montes de Oca, en los cincuenta, en ese cafetal con luces que era el Barrio Roosevelt.

Pues el niño interior cada día retorna más a la semilla, por eso me leo en el giro del trompo; y repito al unísono ...nadie que creció / cerca de un trompo / podrá evadir / los códigos ocultos / en su dialecto de espiral.

Me pasa igual con las canicas. Trazo el círculo y el agujero y afino el pulso y la mirada para apropiarme del botín a pesar de la cólera de los más grandes, también me reconozco buscando las mejores palabras para ganar en el juego del ahorcado, o seleccionando las chapas para sus derivados magníficos y sus helicópteros manuales.

Y por supuesto, me escucho, en los llamados del afilador que recorría, voz en alto, las calles del barrio, y que hace escasos años rondaba todavía en bicicleta, tocando una dulzaina para convocar a sus clientes, supongo que su ausencia, anuncia la muerte del último de los afiladores.

Será que los poetas son hijos de la nostalgia y neciamente recorren y recurren a los recuerdos para dar muestra de sus andanzas por la tierra o más bien son, en este, mi caso, las acertadas palabras de Benedetti cuando nos dice: La infancia es un privilegio de la vejez. No sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca.

Pero no sólo por esta claridad que nos revela la vejez, es que hoy me acerco a mi infancia jubiloso. Más bien es por la lectura de este libro, que como el romero, aumenta los niveles de la memoria, para regalarnos un recuerdo luminoso, senescente y que hace migas con el compadre Dennis Ávila, en aquello de que: La infancia es una película de culto / y volveremos a ella / toda la vida.
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