Estamos en el Bósforo, lugar curioso ya que constituye el límite entre dos realidades, ya que de alguna manera es el desfiladero de los antiguos, el fin oriental del mundo. No es casualidad entonces que Temporada en Brighton comience a unos tres mil kilómetros de Brighton. Así esta novela inicia en el kilómetro cero de los exilios, donde aún hay oportunidad para enmendarse y para volver a dar con el sentido de la vida, extraviado alguna vez como un documento oficial sin el cual viajar se vuelve algo más que imposible. Carlos Alvarado consigue desde las primeras páginas de su libro dominar los elementos, ofrecernos un ambiente cuidadosamente climatizado en el que lo marítimo surge como el sustrato de la historia ya que ésta es una historia de rutas, de visas, de tiquetes aéreos e itinerarios. El mar, el aire y el polvo son, pues, en Temporada en Brighton, las líneas torcidas sobre la que un destino balbuceante lleva a sus protagonistas al encuentro con la verdad, con el terror, con sus fantasmas y, posiblemente, con ese punto sereno, desacelerado, en el que la fiebre por escapar y la urgencia por reconstruirse terminan.
Uno se adentra en Temporada en Brighton y de pronto se tiene la impresión de que es una novela sobre el miedo. Sobre sentirse en perpetua observación por parte de la muerte, de los enemigos, de los viejos errores, de lo frágil de nuestros planes. Pero decirlo así no más, de forma tan superficial, no sería justo para con la elegante complejidad de este libro. Esta es una obra con la cualidad de ver hacia atrás y de ordenar el tiempo en la más definitiva de sus formas, la del pasado: origen del placer tanto como del dolor que nos rodean hoy. Parece partir de un modesto principio: imposibilitado para cambiar lo hecho, el hombre debe al menos ordenar sus atrocidades. Y qué mejor escenario para hacerlo que el plano de lo itinerante, del ir y venir bajo la enorme piedra del molino de la cartografía. En Temporada en Brighton el ser inmóvil no tiene derecho a la esperanza.
No es difícil imaginarse la Brighton turística: el clima oceánico, el frío lacerante, el casi perpetuo domo plomizo que ha de cubrirla. De entrada, todo suena muy bien, muy british. Pero la Brighton del libro de Carlos Alvarado poco a poco empieza a convertirse en una de esas ciudades imaginarias, en una Innsmouth, en un vórtice de ladrillos y dudas que no deja de crecer y que plantea en sí una amenaza para el ánimo de los personajes que la habitan o la visitan, quienes al atravesarla, al vagar por sus calles, sufren fuerzas contrarias que casi los despedazan. Aquí parece que en Brighton las brújulas dejan de funcionar como afectadas por poderosos campos magnéticos: Abel, Amira y Justo quedan a la deriva en una especie de milagro mezclado. Para uno es la oportunidad de presenciar el desenlace más liberador y, a la vez, el más temible; para la otra, la latencia, el riesgo de ser acechada por la casualidad en su propio laberinto; y para el último, el largo día en que decidirá si continúa en las sombras o si se revela como la voz y el rostro de una causa. Brighton es, para todos, el Purgatorio.
Una notable cualidad de Temporada en Brighton es que en su urdimbre hay trazas de detectivismo. Aclaro que la intención de Carlos Alvarado no es perseguir a Hammett o a Chandler (el crimen, como componente vital de la novela negra de raza, no existe en esta novela). Pero sí se perciben los mecanismos propios de la investigación y la consecuente zozobra que surge cuando el personaje principal emprende su misión –una misión casi a ciegas- impelido más por la necesidad que por gusto. Hay entonces una leve evocación a la vieja novelística de misterio e intriga pero lo más apreciable quizá es que logra en momentos cruciales transportar al lector al vitalismo y al desenfado de la narrativa como escape al agobio, al sufrimiento y a la marginalidad. Pequeña y borrosa, al fondo de una cámara oscura, se observa a la Brighton de Abel como una París accesoria en la que se puede vivir bien o, mejor dicho, estar de paso relativamente bien aunque lo impredecible llueva y nos mojemos todos.
Brighton es también un manicomio. Uno que confiere humanidad. Uno en el que curarse no interesa tanto como sí el intercambio justo de pavores y pesadillas. Es, Brighton, un sanatorio a cielo abierto cuyas gaviotas terminan limpiando la carroña de la mente, despejando la bruma de los ojos. Cuando Abel se desdobla, se escinde, y nos ofrece “El monólogo de Paul Gaspillé”, confirmamos que la terapia brightoniana funciona y que para dicho personaje inicia una salvífico proceso de autodescubrimiento. Uno diría entonces que, fuera de Brighton, “todo es intemperie”. Salir de aquel sitio significa volver a la salmuera cotidiana de informes, cálculos y adversidades que nos reduce poco a poco a una mera estadística. Dispondrás de tus bienes, de tus pequeñas revoluciones, incluso de tu fama o de tu éxito pero, como en el Boulevard de los sueños rotos, todo es prestado, a tal punto que aquella sentenciosa lección de “aprovechá el tiempo” debería ser resignificada.
A fin de cuentas, es imposible quedarse en Brighton. Es insostenible. La vida real apremia. La metáfora se ha completado: es menester abandonar la isla y regresar al continente (lo que bien podría significar dejar atrás las horas de iluminación para volver a tierra firme). El dolor que se experimenta al reasumir los pálidos compromisos continentales es llevadero pero constante, casi eternizado en la banalidad. Ha quedado abierta oficialmente una ventana hacia la redención pero, ¿por cuánto tiempo? Sin lugar a dudas estamos ante una novela escrita con esmero y eficacia, pero sobre todo con una generosidad y una honestidad creativas muy conmovedoras. Su autor asume el riesgo de expandir los temas y los escenarios de la novelística nacional sin abandonar nunca su origen: se soporta en la universalidad y desborda nuestras fronteras físicas pero su voz es eminentemente costarricense. El análisis, el cuestionario sobre el tiempo, sobre el azar y la esperanza que subyace en Temporada en Brighton, nos es común a todos, en tanto todos podemos preguntar y todos podemos responder.
Alfredo TREJOS.
Cartago, junio de 2016.
PRESENTACIÓN: Temporada en Brighton o la tierra de los afectos tristes
09 julio 2016
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