La infancia es una película en pausa *Por Rodolfo Arias Formoso

09 abril 2017
Fotografía cortesía de Wilma Maroto. Rodolfo Arias Formoso. Escritor. Autor de la novela “El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, ganadora de Mención Honorífica en el certamen Valle Inclán, convocado por EDUCA (Editorial Universitaria Centroamericana) en 1989. Esta novela, publicada por primera vez en 1991, ha sido reeditada en varias ocasiones y se ha convertido en una referencia obligatoria dentro de la literatura costarricense contemporánea. En 1996 publicó una novela corta, “Vamos para Panamá”, reeditada en 2001 y en 2007 su tercera novela, “Te llevaré en mis ojos”, premio nacional Aquileo Echeverría, en ese género, y en ese mismo año 2007. El mismo galardón, en rama de cuento, lo recibió en el 2010 por “La Madriguera”.
Texto para la presentación del libro "La infancia es una película de culto", del poeta hondureño-tico Dennis Ávila.

En un repentino ataque de creatividad que me dio, decidí titular estas notas “la infancia es una película en pausa”, parafraseando con descaro el título del libro que hoy quiero comentar. Pido al autor y a los demás aquí presentes que me disculpen.
Entremos en tema. Los narradores y los poetas somos, si se quiere, gremios un tanto sectarios. En tanto que narrador, yo jamás he sido invitado a uno solo de los festivales de poesía que se hacen en el país, y ya no digamos a alguno que se celebre en el extranjero. La verdad es que como narrador tampoco he sido invitado a casi nada, casi nunca. Ah, bueno, Adriano Corrales me convocó cierta vez a leer poesía en el Centro Cultural Amón, del TEC. Leí unos sonetos pachucos. La gente sonrió. Y hace pocos días estuve en un recital de prosa. Quince minutos por nuca, dijo el organizador. Éramos seis y tardamos como media hora cada uno y el público terminó cabeceando. No vi poetas por ahí. Por lo menos alguien que lo haya declarado públicamente. ¿Será que nos repelemos como imanes puestos al revés? ¿Será que recíprocamente nos admiramos, y que esa admiración se nos crece tanto que nos da envidia y esa envidia progresa tanto que nos da enojo y ese enojo se convierte en silencio, misteriosa sustancia que sirve tanto para el amor como para el desamor, pero que ante todo sirve para destilar la soledad más pura y dura? A lo mejor. Uno qué sabe. Pero nunca falta un borracho en una vela, quiero decir un rebelde, un innovador, uno que como en aquel chiste de Quino decide darle vuelta a su escritorio en la fila infinita, para luego ver cómo todos los demás se entusiasman con la idea, y al cabo del efecto dominó los escritorios vuelven a quedar iguales, solo que para el otro lado. Y el otro lado es igual al otro lado… Ese tipo que se sale de la norma se llama Dennis. Dennis Ávila, y vino de Honduras y es un amigo entrañable. Hace ya su buen rato, me da la impresión, él extravió el control remoto de su propia alma. Ahora no le queda más tren que andar detrás de ella, buscándola por donde sea que se le escabulla, subiéndose a bajarla ahí donde se le haya encaramado. El asunto puede ser un proyecto generoso, como crear una casa de la cultura. O uno que se abre entre la noche y convoca a los amigos en un bar. Puede ser un viaje, puede ser un servicio de atención de enfermos, puede ser una exploración de viejas tradiciones y de símbolos que vuelven desde las raíces de este continente y lo tienen a él sumándose a ellas y creciendo entre tanto. O puede ser, como sucede en esta ocasión, un breve poemario donde se aboca a repartir méritos antes de que el musgo del olvido lo cubra todo para siempre: en sus recuerdos, en las coordenadas donde existe y existió el paraíso perdido de su niñez, y el paraíso hallado de su vida adulta. Un día me dice que está narrando y me enseña unos poemas que según él son micro relatos. Otro día me enseña unos micro relatos que según él son poemas. Y yo le digo algo y él me toma en serio y al cabo se atreve y me invita a que yo comente sus poemas esta noche. Yo lo leo y me enternezco, yo lo leo y me busco, me solicito a mí mismo. Desempolvo el dedo localizador de niños que tengo en cualquiera de las dos manos, lo agito en la penumbra mientras recorro esas líneas y caigo en la cuenta de que nunca vi Mazinger Z, de que los ojos como pelotas de pimpón de los Simpson y sus voces irritantes me sacaron siempre de quicio. Yo comía acemitas, milanes y guayabitas en el piso de tablones de Cristóbal de la casa de mi abuela, que tenía medio siglo de cera rojiza como explicación del tremendo brillo que ponía largo mi reflejo vespertino mientras las fábulas de Merrie Melodies (así las pronunciaba yo) o de Looney Tunes (que no sabía pronunciar) me divertían con Popeye o el Súper Ratón o un campesino que disparaba y daba vueltas en el palo donde estaba sentado… o no sé, debo con toda seguridad estarme equivocando de épocas y de personajes. Regreso al libro tras ese breve viaje mental: confieso que me tiene atrapado y que página tras página me lleva (estoy entretanto pensando qué diré aquí) a hacer la misma pregunta. ¿Qué será poesía? ¿Qué hay en ellos, en esa raza, que nosotros los pedestres contadores de historias, no poseemos? Me acuerdo de cuando a Eric Clapton lo invitó Winton Marsalis a cantar/tocar con su orquesta. “Los músicos buenos”, dijo el célebre, legendario guitarrista de blues, “apenas sienten que ya tienen un mejor nivel dejan el blues y se van a tocar jazz”. ¿Hay jazz en la poesía, eso que salta las partituras, que se vuelve insurrección y descalabra el relato? ¿Qué es poesía?, pregunto una vez más y de inmediato sé que no diré como Gustavo Adolfo Beckett (así dijeron Les Luthiers, muy aplomados: Gustavo Adolfo Beckett) que poesía eres tú. Tal vez abra la Wikipedia, columbro mientras la lamparilla que me alumbra desde una esquina de la noche insiste en impedírmelo: andá buscá la respuesta, güevón, en ese libro que tenés entre las manos. Regreso obediente a una página en la que mi teatro mental aún tiene el telón en alto: “mi abuela materna emigró a la capital con diez hijos, y los educó hasta donde pudo”. Eso es un relato, su comienzo. “Aprendió a vivir de pie, con la fortaleza de una estatua, en el centro de sus huesos”. Ah, ok. Vivió de pie. Mi abuela vivió de pie. Eso es poesía. “Mi otro abuelo fue asesinado en mil novecientos setenta y seis”. “La autopsia a su Ford reveló ochenta perforaciones de bala: solo una le tocó el corazón”. Poesía. Se dice más de lo que se relata. Se simboliza más allá de lo que se expone. Se conmueve más allá del significado. Queda flotando, entre el libro y yo, algo que no estaba en el texto, que brincó de ahí, que también brincó de mí. Y no es porque a estas alturas del partido Obi-Wan Kenobi me remita a un amigo ajedrecista que cuando perdía solía exclamar: “la only one que no ví”. O porque a mí Han Solo me diga apenas una pequeñísima parte de lo que me pueden, aun esta noche, decir el Doctor Smith y el robot de Perdidos en el Espacio. Ni, tampoco, porque “en el patio de doña Gera había un pino inmenso, un cohete temporalmente estacionado que al despegar arrancaría su casa de raíz”, en tanto que en mi patio había un árbol de guayaba que se convertía en el Júpiter 2 o en el Sibio (el submarino de “viaje al fondo del mar”, que en verdad se llamaba “sea view”; de viejo supe que eso quería decir “vista de mar”, como un caserío que queda subiendo para Rancho Redondo), árbol de guayaba, decía, que cuando nos trepábamos hacíamos emprender el vuelo a los pericos, que huían furibundos ante la interrupción de su almuerzo y que no retornaban ni siquiera luego de que la tarde se apaciguara mientras nosotros seguíamos en la placilla jugando ligas o volando papalotes. No, no es por ninguna de esas razones o por cualquiera otra que se me ocurra. No: ahí en esas páginas hay poesía porque Dennis es poeta. Pero yo no lo quería decir así tan directamente porque entonces mi intervención iba a durar medio minuto. Además, quería de alguna forma poder darme el gusto de agradecerle por el claroscuro, por el caleidoscopio, por el tornasol. Dennis ha dejado que su día interior, su periplo incesante tras su alma impredecible, avance y se añeje y que nuevas sombras y ribetes se agreguen a lo que ya me estremeció al principio del libro. Para mostrarlo y demostrarlo ha escrito “El viejo tío Tony”, de donde extraigo: “cuenta la leyenda que renunció a morir. Postrado en la cama de sus últimos días se negó a vender su silla –de barbero, aclaro- a unos coleccionistas. Hoy el fantasma de Tony la protege en el museo de su patio, como si fuera un Cadillac”. Y si con lo anterior no fuera suficiente, ha agregado: “uno piensa que no debe haber nada más triste que el olvido del Alzheimer, pero hay quienes cargan hasta el final de sus días una amarga niñez”. Y como si con este mazazo no bastara, ha estado con el Borges de Cambridge y con el de Ginebra y con ellos ha dicho “uno es viejo y cuenta la historia como si fuera real, el otro es joven y responde como si fuera un sueño”. Ahí, en ese punto, es donde agradezco. Donde admiro. Donde corroboro. Una y otra vez, desandando las páginas, permitiéndoles el azar de abrirse donde les plazca: sencillez, pulcritud, precisión. La inmediata, reluciente, ambición del que no ansía nada y deja que la forma se reduzca al hueso. Del que solo deja aquellas palabras de las que sí puede dar cuenta, de las que sí puede hacerse responsable. Ese es Dennis escribiendo. Logra, primero, durante la lectura de sus poemas y luego con el honor que me ha hecho de invitarme a venir aquí, que yo consolide una conclusión en la que robo más palabras de las que agrego: buena parte de mi infancia, que acaso no concluye aún, ha sido y seguirá siendo una película en pausa.   
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